Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El aire pesa

Ligero pero capaz de arrancar una casa de sus cimientos cuando se mueve a gran velocidad, el aire que respiramos ejerce sobre todo el planeta una presión que condiciona cuanto hacemos.

Estatua de Evangelista Torricelli con su
barómetro en el Muso de Historia Natural
de Florencia, Italia. (Foto CC de Sailko,
vía Wikimedia Commons)
Para los primeros humanos, el aire era seguramente un material muy extraño. No se podía ver, pero podía refrescarnos, mover las hojas de los árboles, transportar aromas a grandes distancias o azotarnos con enorme violencia, además de que respirarlo resultaba indispensable.

No es raro entonces que el aire preocupara a los antiguos pensadores. En varias culturas se le consideró uno de los elementos primordiales. Entre los griegos, el filósofo Anaxímenes creyó que era el componente esencial del universo, mientras que la visión de Aristóteles sobre los cuatro elementos predominó en Europa durante 20 siglos. Aristóteles también propuso la idea de que el aire tenía peso.

Además, si las enfermedades llegaban por medios invisibles, quizá las traía el aire. Los “malos aires”, se creyó largamente, eran los portadores de los “miasmas”, contaminaciones que provocaban las enfermedades. Esta superstición aún sigue vigente en consejas como la que nos advierte contra el peligro de que “nos dé un aire” porque, por ejemplo, puede ocasionarnos una parálisis facial... cosa que los niños hallan divertido poner a prueba.

La demostración de que el aire pesaba tuvo que esperar a la revolución científica, aunque su base lógica era sólida: si el aire puede mover objetos, desde una brizna de hierba hasta un gran velero, es porque tiene masa, y todo cuanto tiene masa necesariamente tiene peso en un cuerpo como la Tierra con su atracción gravitacional. En 1613, Galileo desarrolló un método para calcular la “gravedad específica” del aire, es decir, su peso. Utilizó un recipiente hermético que pesó en una balanza muy precisa y en el que luego introdujo tanto aire a presión como pudo, descubriendo que su peso había aumentado. Galileo informó de este hallazgo pese a que abría una serie de preguntas que no se podían resolver en ese momento, como, por ejemplo, por qué no sentimos el peso del aire sobre nosotros. Por alguna causa, sin embargo, los resultados de Galileo estaban equivocados, la realidad es aproximadamente el doble de lo que anotó el astrónomo.

A la misma conclusión llegó el francés Jean Rey por otro camino. Observó que al calcinar plomo y estaño el peso de estos metales aumentaba, y supuso que ello se debía a que al calcinarse estos metales incorporaban aire. Hoy sabemos que algunos materiales se oxidan al calcinarse, incorporando moléculas de oxígeno a su composición y aumentando de peso.

La presión que ejerce el peso del aire sobre la superficie de la Tierra y todo cuanto hay en ella, se conoció finalmente cuando Evangelista Torricelli, que había sido ayudante de Galileo durante los últimos tres años de vida del genio perseguido, fabricó el primer barómetro: un tubo de vidrio lleno de mercurio y cerrado por un extremo, cuyo otro extremo se depositaba en un recipiente con mercurio. El metal dentro del tubo bajaba, creando un vacío en el extremo cerrado del tubo, hasta una altura igual a la de la presión de la atmósfera.

La primera medición de Torricelli de la presión, en 1644, le dio un valor de 760 mm de mercurio, o 0,01 newtons de fuerza por cada centímetro cuadrado. El propio Torricelli, al ver que la altura de su columna de mercurio variaba según las condiciones del clima, predijo que la presión atmosférica sería menor cuanto mayor fuera la altura sobre el nivel del mar, algo que confirmarían experimentos posteriores.

Mientras el estudio del aire se convertía en toda el área de la química dedicada a los gases gracias a Robert Boyle, quien fundó la química moderna en el siglo XVII, el estudio de la presión atmosférica se desarrolló como algo indispensable para el estudio de la meteorología, la historia de nuestro planeta e incluso el comportamiento animal y humano.

La presión del aire es variable precisamente porque los gases se pueden comprimir, así que el peso del aire depende de muchas variables que los físicos fueron determinando con el tiempo.

Por ejemplo, el volumen de un gas se reduce cuanta más presión haya y aumenta cuanto más caliente esté. Esto explicaba, por ejemplo, por qué la presión variaba según el clima. Por lo mismo, para determinar el peso del aire es necesario establecer las condiciones: un metro cúbico de aire seco (sin humedad, que aumenta su peso) a 20ºC de temperatura pesa 1.205 kilogramos. Esto significa que cada uno de nosotros soporta sobre sus hombros aproximadamente una tonelada de aire.

¿Por qué no sentimos ese enorme peso o la presión que ejerce? Porque todo nuestro cuerpo compensa esa presión, es decir, los gases que hay en nuestro interior tienen la misma presión. Nuestro cuerpo tiene un empuje que equilibra la presión atmosférica.

Las consecuencias de esto son interesantes. Por ejemplo, cuando un submarinista pasa un período largo de tiempo a gran profundidad, la presión del agua hace que sea necesario respirar el aire embotellado a una presión muy superior a la de la que hay al nivel del mar. Parte de la mezcla que se respira está formada, como nuestra atmósfera, por gases inertes, principalmente nitrógeno, que siempre están disueltos en todos los tejidos del cuerpo. Pero a gran profundidad, esos gases están a una presión mucho mayor. Si el submarinista asciende súbitamente, esos gases se expanden al disminuir la presión exterior y forman burbujas en sus tejidos y, principalmente, en la sangre, que pueden ocasionar la muerte.

La forma de contrarrestar esta enfermedad por descompresión (que también pueden sufrir otros individuos que trabajen en entornos de gran presión) es colocar a la persona en una cámara a presión similar a la que estuvo sometido bajo el mar y disminuir esa presión gradualmente de modo que la presión de los gases de su cuerpo se equilibre poco a poco y sin formar peligrosas burbujas.

En el otro extremo, la baja presión a grandes alturas explica por qué los montañeros suelen tener que llevar oxígeno complementario. A la altitud del Everest y montañas similares, sólo tienen sobre ellos el 30% de la atmósfera que a nivel del mar, y el oxígeno, por tanto, es escaso.

Presión y cocina

No es igual cocinar al nivel del mar que a mayores alturas. Esto hace necesario adaptar las recetas de cocina considerando que es necesario aumentar las temperaturas o los tiempos de horneado, así como la proporción de líquidos y harina para evitar que las masas queden demasiado húmedas, y dado que los gases se expanden más, debe disminuirse la cantidad de levadura. Además, el agua hierve a 100 ºC al nivel del mar, pero a grandes alturas lo hace a menos temperatura, por lo que los platillos con agua, como la pasta, tardan más tiempo en prepararse.