Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Pesticidas: los heroicos villanos

Queremos alimentos baratos, en buen estado, que no estén infectados, enfermos o mordidos por insectos u otros animales. Algo que sería muy difícil sin los productos que controlan las plagas.

La familia de Bridget O'Donell durante la
gran hambruna irlandesa de 1845-52.
(Ilustración D.P. del Illustrated London
News, 22 de diciembre de 1849,
via Wikimedia Commons)
Lo único que separa al ser humano de la muerte por hambre es el éxito de la siguiente cosecha. Y el entorno está lleno de organismos que quieren aprovechar nuestro esfuerzo agrícola, plagas y enfermedades de aterradora diversidad, desde virus diminutos hasta aves o mamíferos de tamaño considerable como los topos o las ratas, que atacan nuestros campos, nuestra semilla y nuestros graneros.

La gran hambruna de las patatas en Irlanda, que mató a un millón de personas entre 1845 y 1852, fue causada principalmente por la llegada a Europa de una nueva plaga, el “tizón tardío”, que arrasó los campos de patatas que alimentaban al pueblo irlandés. La producción cayó de casi 15 mil toneladas en 1844 a sólo 2 mil toneladas en 1847.

Los procedimientos pesticidas para intentar evitar estos desastres no son nada nuevo en la historia. Hace 6.500 años en la antigua Sumeria, encontramos el primer uso registrado de plaguicidas químicos: distintos compuestos de azufre empleados para combatir a los insectos y a los ácaros. Desde entonces, el ser humano ha usado los más distintos productos para proteger la fuente principal de su alimentación, desde el humo (de preferencia muy hediondo) producto de la quema de distintos materiales hasta derivados de las propias plantas, como los obtenidos de los altramuces amargos o sustancias inorgánicas como el cobre, el arsénico, el mercurio y muchos otros.

Otros seres vivos también han sido usados como pesticidas. Si el ejemplo más obvio es el gato que protege casas, graneros y cultivos contra ratas y ratones, también los ha habido más elaborados. Mil años antes de nuestra era, en China se utilizaban feroces hormigas depredadoras para proteger los huertos de cítricos contra orugas y escarabajos. Se cuenta cómo los agricultores ponían incluso cuerdas y varas de bambú para facilitar el movimiento de las hormigas entre las ramas de distintas plantas.

En el siglo I antes de nuestra era, Marco Terencio Varro, un sabio romano, recomendaba el uso del alpechín, ese líquido oscuro y amargo con base de agua que se obtiene de las aceitunas antes del aceite, contra las hormigas, los topos y las malas hierbas, lo que sería el primer pesticida “de amplio espectro” de la historia.

Junto a estos materiales, los seres humanos utilizaron también durante la mayor parte de nuestra historia prácticas mágicas, religiosas y supersticiosas destinadas a proteger los cultivos, desafortunadamente sin buenos resultados.

En la década de 1940, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, empezó a desarrollarse un tipo totalmente nuevo de pesticidas basados en la química orgánica (recordemos que la química orgánica es aquélla relacionada con los compuestos de carbono, y aunque el carbono es la base de la vida, esto no significa que todas las sustancias “orgánicas” desde el punto de vista químico tengan relación con la vida).

Los pesticidas parecían una solución perfecta que conseguían los resultados deseados por los agricultores sin provocar daños a otros seres vivos, ni al ser humano. Pronto, sin embargo, los estudios científicos demostraron que, según era también previsible, nada es perfecto. Algunos pesticidas se acumulaban en el ambiente, algunos otros resultaban muy tóxicos para organismos que no eran su objetivo, algunos podían acumularse en el medio ambiente o en los seres vivos, otros estaban siendo usados en exceso por distintos consumidores y, finalmente, otros iban poco a poco funcionando como un elemento de presión selectiva favoreciendo la aparición de cepas de distintos organismos resistentes al pesticida, del mismo modo en que los antibióticos que usamos como medicinas han favorecido la aparición de infecciones humanas resistentes a ellos.

El público reaccionó con lógica preocupación que en algunos casos se convirtió en miedo irracional y se extendió, injustificadamente, a todos los pesticidas y sustancias que ayudan a la agricultura, y a un desconocimiento de los desarrollos de las últimas décadas. En la conciencia general quedó identificada la idea de “pesticida” con los productos anteriores. Incluso, entre algunos grupos se considera poco elegante señalar que, pese a los innegables problemas, nadie nunca ha enfermado gravemente ni ha muerto por consumir productos agrícolas protegidos por pesticidas.

A fines de la década de 1960 se introdujo el concepto de la gestión integrada de plagas, una estrategia que implica utilizar una combinación de elementos para proteger los cultivos. En parte ha implicado volver a utilizar formas de control de plagas que habían sido abandonadas ante la eficacia de los pesticidas, y asumir una aproximación equilibrada usando juiciosamente todas las opciones a nuestro alcance: pesticidas químicos, otras especies, medios mecánicos, etc.

Hoy, existen cada vez mejores legislaciones para los distintos productos (no las había en los 40-50) y se investiga creando mejores pesticidas, efectivos , específicos (que ataquen sólo a las plagas y no a otras especies) y que después de actuar se descompongan en residuos no tóxicos y reintegrándose al medio ambiente. Junto a ellos, ha aparecido la opción de integrar mediante ingeniería genética capacidades pesticidas a los propios cultivos o hacerlos resistentes a las plagas. Así, por ejemplo, hoy se tienen cultivos que producen ellos mismos las toxinas del Bacillus thuringiensis, una bacteria frecuentemente usada como insecticida viviente.

Aún con los avances, cada año se pierde un 30% de todos los cultivos en todo el mundo. Una tercera parte. Sin pesticidas, los expertos aseguran que las pérdidas se multiplicarían y por ello, en este momento y bajo las condiciones económicas y sociales reales de nuestro planeta, no es posible alimentar a la población humana actual, 7 mil millones de personas, sin la utilización de pesticidas. Lo importante es seguir fomentando el desarrollo de mejores sustancias, emplearlas de modo inteligente y no indiscriminado, respetando todas las precauciones y aplicando sistemas alternativos siempre que sea posible y viable.

Nada de lo cual impedirá que los pesticidas sigan siendo, a la vez, héroes y villanos de la alimentación humana.

Mejor ciencia, no menos ciencia

Norman Borlaug, el creador de la “revolución verde” con la que se calcula que ha salvado más de mil millones de vidas decía en 2003: “Producir alimentos para 6.200 millones de personas, a las que se añade una población de 80 millones más al año, no es sencillo. Es mejor que desarrollemos una ciencia y tecnología en constante mejora, incluida la nueva biotecnología, para producir el alimento que necesita el mundo hoy en día”.